Salimos temprano para aprovechar las horas. Tomamos el famoso bus y, en efecto, con la ayuda de algunos de los pasajeros -ya que no teníamos ni idea en dónde íbamos, como casi siempre- conseguimos bajarnos en un lugar en el cual -caminando menos de un kilómetro- encontraríamos la famosa estación de servicio.
Cuando llegamos habían tres chicos más esperando a ser levantados. Al parecer llevaban allí más de dos horas y no había suerte. Nos alejamos para darles la oportunidad y, en vez de sentarnos a esperar, lo único que pude hacer fue preguntar a los camioneros que hacían fila para cargar combustible.
El primero ni me miró… ni me abrió la ventana. Me dijo que no desde dentro y se despreocupó. Seguí con mi tarea e intenté no desanimarme. Algunos de los camioneros fueron realmente amables, pero todos se dirigían hacia la frontera chilena; es decir, en sentido contrario. Cuando volvía de preguntarle a el último camionero de la fila, el primero -el que no me abrió ni la ventana- estaba hablando con un compañero. No hice mas que darles las buenas tardes y seguir mi camino.
En realidad no seguí mi camino, ya que dadas las buenas tardes me preguntó: “¿Dónde vas?”. A lo que respondí: “Seguramente en sentido opuesto a donde tú vayas”. Por algún extraño motivo entabló conversación. Dejamos el tema del destino a un lado. Me preguntó de dónde era, con quién viajaba, qué hacíamos por allí, a dónde habíamos estado. Finalmente, le dije que íbamos a Córdoba. El iba a Buenos Aires, pero por esa ruta. Le pregunté si me llevaría. En ese momento el camión que estaba cargando combustible salió, así que me dijo: “déjame cargar y le pregunto a mi corazón”
Ambos camiones, el suyo el de su compañero, acabaron cargados… pero de mochileros. Su compañero llevó a los otros tres chicos esperando en el camino y Antonio nos llevó a nosotros. No me vais a creer pero no tenemos ni una sola foto de esta historia, algunas veces andamos tan metidos en la vida que se nos olvida hacer fotos 😛
Ellos se bajarían un pelín antes y a nosotros podía dejarnos en la intersección en Rio Cuarto, donde nuestros caminos se separarían. El viaje resultó ser interesante. A Antonio le faltaban dos años para jubilarse y estaba pensando ir a Jerusalén en su primer viaje. Mientras viajábamos vimos varios monolitos al lado del camino, rodeados de botellas de plástico llenas de agua. Finalmente preguntamos: “¿Qué es eso?”
La difunta Correa –según cuenta la historia- fue una mujer que, hace muchos años, después de ser apresado su marido y llevado a un lugar muy lejano; decidió ir tras él. No iría sola. Al parecer llevaría consigo a su hijo lactante, siguiendo las huellas del ejército y con apenas provisiones para sobrevivir. Pasado poco tiempo, cuando se agotó el agua que llevaba consigo, se refugió bajo un árbol y allí murió de agotamiento y sed. La cosa no termina aquí. Al parecer, al día siguiente su cadáver fue encontrado y su hijo seguía amamantándose de sus pechos. Aunque el niño fue rescatado, murió a los pocos días por enfermedad y fue enterrado junto a su madre, en el lugar que hoy cuenta con un santuario. Desde entonces, y cuando la gente conoció su historia, la gente comenzó a acercarse a su tumba a dejar botellas de agua. Esta es una tradición que hoy en día se continúa. Así nos enteramos de quién era la difunta Correa.
Paramos en medio del camino. Ambos camiones se alinearon y sus conductores prepararon un comedor improvisado. Resultó ser que Pedro, el compañero, es un amante de la cocina y en diez minutos nos prepararon un sucedáneo de Causeo; con cebolla, limón, sal y jurel. Disfrutamos como niños con la comida. Con un poco de pan y Aji de la casa -hecho por Pedro- comimos hasta reventar. Lavamos los platos, terminamos la cena y volvimos al camino.
Poco después Antonio se despediría de nosotros en Rio Cuarto. Nos dejó en una estación de servicio donde acampar era casi una llamada; amplia zona verde alrededor. Montamos la carpa y dormimos tranquilos y -por suerte- con suficiente agua.