Llegamos de noche a La Paz. Intentamos conseguir un bus a Copacabana, pero fue imposible a esa hora. Los siguientes buses saldrían a las ocho de la mañana; encontramos algo económico. Nos dirigimos a nuestro ya conocido hostal en La Paz donde habíamos estado tan tranquilos y allí descansamos.
CA la mañana siguiente el viaje fue rápido; del hostal a la terminal y de allí directos a Copacabana. Por algún extraño motivo mi estómago no se llevó muy bien con la carretera y el revuelto que tenía dentro era algo digno de admirar. Llegamos a la ciudad un poco más allá del medio día y, en la búsqueda de un lugar donde descansar mi movida barriga, encontramos a nuestro amigo Bustamante.
Bustamante era un hombre mayor -de algo así como setenta años- quien nos invitó a entrar a su alojamiento, mientras nos mostraba las habitaciones y bromeaba con nosotros. La conversación se tornó curiosa pasadas tres frases. Creo que el Alzheimer hacía vista en su cabeza y, mientras respondíamos a su enorme sonrisa con otra, él volvía a repetirnos las cosas mil y una vez.
Al parecer Bustamante no era el encargado. Según él, el precio de la habitación sería de quince bolivianos por los dos -lo cual es irrisorio-. Mientras llamábamos a lo que sería el administrador, nos quedamos con él esperando y le dimos diez de los bolivianos que pedía. Finalmente el muchacho llegó. En efecto la habitación tenía otro precio, pero nos acomodó en un cuartito donde, por quince bolivianos cada uno, teníamos una cama y cuatro paredes… ¡suficiente! Respiró profundo cuando le hablamos de Bustamante y aceptó el resto del dinero sin rechistar. Así llegamos al lugar donde dormiríamos; el más barato de toda Bolivia.
Copacabana en sí no tiene nada especial, más que montones de hoteles de paso y restaurantes. Nuestro alojamiento estaba cerca de las calles del mercado, donde la vida real se dejaba ver un poco más. En el mercado nos comimos una trucha frita cada uno -totalmente deliciosa y por apenas doce bolivianos- y pasamos el día picando aquí y allá: empanadas, humitas y diversos.
La iglesia de la ciudad es simplemente increíble, no por su interior sino por el patio exterior que la acompaña. Pero más increíble aún es la tradición de La Ch’alla, donde miles de personas llegan a Copacabana para bendecir su auto de nueva adquisición y adornado con flores, petardos y champagne.
El desfile de los puestos de flores es gracioso… el baño de champagne a los buses, todavía más. El estruendo de los petardos, cada vez que se bendice un auto, culmina la tradición. Muchas personas viajan miles de kilómetros con toda la familia para poder realizar la bendición de la Virgen de Copacabana y de la Pachamama.
Las islas del Sol y de la Luna son el atractivo turístico más conocido de la ciudad. Por todo lo que leímos se trata de un cobro de peajes constantes: pagas por el bote que te lleva a la isla… pagas de nuevo al desembarcar… pagas por cruzarla… pagas por cualquier cosa que se pueda pagar. Teníamos la intención de cruzar la Isla del Sol y de tener la admirable vista del Titicaca desde allí, pero tanto mercadeo nos dio un poco de repelús y decidimos no hacerlo. En cambio, compramos el billete de bus para el día siguiente; el cual nos llevaría a Puno y a las islas flotantes de los Uros.Esa noche nos reencontramos con Tim, el inglés que conocimos en Coroico. Como un detalle lo invitamos a cenar. Cocinaríamos con nuestra pequeña cocina portátil en el patio del hostal. El menú consistió de un arroz con curry, pollo y plátano frito. Esa misma tarde yo había perdido los dos últimos billetes de Bolivianos que tenia en mi bolsillo. Cuarenta bolivianos desaparecieron en la nada y, en el recuento de monedas, para solo eso nos dio la compra.
Salimos triunfantes al hostal con nuestro pequeño tesoro. Sería la última comida en Bolivia y la compartiríamos con alguien agradable. Como siempre, Jesper -el chef :D- comenzó la preparación. Después de una media hora me pidió el favor de bajar la sal de la maleta. Llegué a la mesa con nuestra bolsa Ziplock. Esparcimos el polvo por todos lados y el color del arroz se transformo en rojo. Tim y yo, en vez de preocuparnos por el color, seguimos echando sal a nuestro plato maravillados por la reacción. Jesper, mientras tanto, metía un dedo en la bolsita para probar su contenido.
¡Tuvimos que tirarlo todo a la basura!… lo que bajé fue el detergente en polvo, no la sal; y nuestra ultima comida boliviana acabó ahogada en risas. Se nos fueron el hambre, las ganas de cocinar y el dinero. Aunque nunca pudimos invitar a Tim a comer, nos dolió el estomago a carcajadas.
Desde entonces tenemos una enorme cara triste estampada en la bolsa plástica del detergente; solo por si mi inexistente sentido del olfato vuelve a cometer tal equivocación.
Nos despedimos de Bolivia de esa manera en la que se anuncia un regreso y, sin nada en el estómago, nos fuimos a dormir tranquilos.