Parados en el semáforo -como malabaristas- lo intentamos. Sin que pasara mucho tiempo -mostrándole mi cartel a un conductor de camión- Franco decidió subirnos. No iba hasta nuestro destino, Tucumán; pero sí hasta el siguiente pueblo, Ojo de agua. Así que aceptamos agradecidos y nos montamos al camión.
Resultó ser que a Franco lo habían asaltado una vez. Una tarde lluviosa le paró a dos mujeres solas que hacían dedo, en medio de la carretera y estas acabaron drogándolo y robándole todo el dinero del camión. De cierta manera nos sentimos un poco culpables y a la vez asqueados por el hecho. Aún así, decidió recogernos -no sé muy bien por qué-. En todo su derecho de negarse estaba.
A los pocos kilómetros Franco nos bajó en el pueblo. Una vez allí, decidimos parar a comprar algo de comida y cocinar. Al ver que habíamos avanzado mucho menos de lo esperado, decidimos averiguar en la terminal de buses el precio del pasaje hasta nuestro destino. ¡Barato no era!, pero, después de pensarlo durante un buen rato, decidimos tomar esa opción y ganar tiempo: que vale más que el dinero y mucho más si tenemos en cuenta la dificultad de los levantes de los últimos días. Pagamos nada más y nada menos que 184 pesos argentinos por llegar a Tucumán desde Ojo de agua. El bus sería nocturno -lo tomamos a eso de las dos de la mañana- por lo que al menos ahorraríamos la noche.
Llegamos a Tucumán a eso de las ocho de la mañana. El hambre apretaba. Paramos en una estación de servicio y acabamos ordenando una pizza familiar… a esa hora ¡Desayuno increíble!. Pensamos en la idea de alquilar un coche desde allí y quizá devolverlo en la frontera. Los precios por devolver un coche fuera de la ciudad son tremendamente elevados en Argentina, pero la idea del alquiler del coche siguió rondándonos la cabeza.
Planteamos la opción de quedarnos. De hecho, había un camping municipal gratuito dentro de parque central y también un encuentro de couchsurfers esa misma noche. Pero por algún motivo sentimos que lo mejor era seguir el camino. Así que, después de preguntar a varias personas, emprendimos el viaje nuevamente. Tomamos un colectivo -por menos de cuatro pesos- en dirección Tafi Viejo, a las afueras de Tucumán siguiendo la ruta 9 hacia el norte. Nos plantamos en una estación de servicio que quedaba saliendo de la autopista.
Por más que fuera una estación de servicio, no parecía el mejor lugar para parar a alguien. Lo intentamos por un rato… no parecía funcionar. Finalmente, un motorista me dijo que a pocos kilómetros se encontraba un control de policía, donde probablemente los resultados serían mejores. Cansados de esperar, nos pusimos a caminar. La maleta pesaba más de lo normal y Jesper no estaba de ánimos para seguir andando. Nos paramos un par de veces en medio de la autopista a probar el dedo sin, evidentemente, mucha suerte.
En un alarde de coincidencia alguien decidió parar por nosotros: un tipo con una pickup – a decir verdad un poco raro- que iba unos pocos kilómetros al norte, unos cuarenta sobre la ruta nueve. Evidentemente aceptamos. Mejor cuarenta kilómetros a estar atascados en medio de la vía. A los pocos minutos allí nos dejó. También nos comentó que haría un par de cosas y que luego iría un poco mas al norte; si aún estuviésemos allí nos llevaría.
Había un par de estaciones de buses al lado nuestro. Nos paramos a jugar con los grillos y con todo lo que encontramos. Lo intentamos… y lo intentamos… y nuevamente parecía no llegar la hora. Después de un par de horas, un hombre mayor se puso a hacer dedo en frente de nosotros. La verdad resultó ser el colmo de la exasperación para mí. Así que, sin tener mucha fe, acabé durmiéndome encima de la mochila. A decir verdad la noche fue corta y el día estaba siendo mas largo de lo esperado; estábamos cansados.
La única esperanza que teníamos era volver a ver a nuestro último levante, pero pasadas más de tres horas nos imaginamos que eso no pasaría. Agotados, levantamos las maletas y nos pusimos a andar. Nos paramos nuevamente unos kilómetros más al norte…esperamos y esperamos. Pasó una camioneta. Nos dijo que nos llevaría a una estación de servicio que estaba a unos cinco o seis kilómetros de allí, donde quizás estaríamos mejor ubicados. Aceptamos y nuevamente era el día de no llegar jamás. Nos bajamos en la estación. Al menos ahora tendríamos agua en caso de quedarnos tirados. Compramos algo para picotear y nos sentamos a esperar en vez de seguir probando.
Pasadas mas de cinco horas desde que habíamos salido de Tucumán paró una camioneta destartalada -un poco más adelante de nosotros- por lo que la incredulidad me hizo pensar que probablemente nosotros no seríamos el motivo. Me dispuse a caminar lentamente hacia ella… sin mucha expectativa.
El conductor, mientras tanto, limpiaba un poco el interior de la camioneta y hacia espacio. Abrió el compartimiento de carga -totalmente lleno de cajas y con una moto- y subió nuestras maletas. Ambos nos situamos en los asientos delanteros.
Daniel nos había visto parados en el camino mas de tres veces -y de hecho Jesper lo había visto al menos una vez-. El comentario de Jesper al verla pasar fue: “what a creepy car”. El auto estaba medio destartalado, se veía sucio por fuera y de hecho lo estaba por dentro. La moto en el baúl dejaba mucho que pensar y el conductor llevaba unas gafas de tamaño culo de botella -por el que dudosamente vería algo-.
Después de vernos tres veces se decidió a parar. Dimos las gracias cuando nos enteramos de que en realidad el iba a Salta, lo que nos sacó un suspiro de tranquilidad de adentro. Ya acomodados en la camioneta la paranoia se nos salió de la cabeza. En realidad era un hombre tranquilo con mucho tema de conversación. Nos anunció que pararíamos un par de veces por cosas que él debía hacer. Nos preguntamos qué cosas serían. En Rosario de la Frontera, a las afueras, detuvo el coche en una pequeña casa de donde salió un hombre mayor que me confundió con su sobrina.
Lo curioso de la cuestión es que Daniel resultó ser un repartidor de flores. Después de tanta duda por el aspecto del coche o incuso el de él mismo, lo más contradictorio podría ser que él fuera vendedor de helados y lo segundo, repartidor de flores. ¡Pues así era!. Nos partimos de risa con Jesper pensando en todas las paranoias que nos habíamos llegado a montar y ayudamos a Daniel, cuando paró en un par de lugares más en la siguiente ciudad; Metan.
Llegamos a Salta de noche, pasadas las diez. No se veía nada por la carretera. Salta está después de pasar las montañas, por lo que queda escondida. Así, como salida de la nada, vimos Salta por primera vez, mientras Daniel anunciaba: “Bienvenidos a Salta…la Linda”
En efecto, al menos de noche, lo parecía. De golpe un mar de luces inundó el panorama y pareció más que una ciudad bonita. Nos despedimos de Daniel en la estación de servicio de la entrada y nos dispusimos a buscar un lugar en donde pasar la noche.