Dichó: El olor a madera quemada

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I came from far away with my tricks, my complexes, a bag full of things and a notebook full of dreams.

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Me dirigí a Dichó, Nobsa sin avisar a nadie,
nadie conocía mi paradero exacto ni mi ruta concreta.
No quería levantar falsas expectativas o esperanzas…
No sabía si era una buena idea visitar ese rinconcito cerrado de mi corazón o si me acabaría arrepintiendo por completo… Así que lo mejor era no hacer mucho ruido.

Tomamos un bus que nos dejo en la carretera donde la vereda empieza y comencé a caminar por ella cómo cuando era una niña. Recuerdo la casa hundida, los potreros, los perros corriendo detrás nuestro. Recuerdo, recuerdo… Es curioso cómo subestimamos nuestra memoria, solo porque no nos acordemos de algo cada día no significa que no esté allí, bien guardadito y etiquetado como corresponde y dispuesto a saltar en el momento que menos te lo esperas.

Tener a Jesper a mi lado fue sin duda una buena idea. Él, inocente, no sabía muy bien de que se trataba todo esto, o igual si, quién sabe. Pero siempre se mantuvo como de costumbre, calmado y tranquilo. Fue como romper una pared a toquecitos con la mejor de las compañías.

Nobsa, Dicho

Llegamos a la casa de la abuela – abuela que ya pasó a mejor vida hace unos años-. Será y es la casa de la abuela, incluso aunque sus habitantes actuales me gusten tanto o más que ella. El patio interior, las puertas crujientes de madera, las flores colgadas, el agujero seco del riachuelo que alguna vez corrió por su lado (y que ni de niña logre ver), la loma… Poco entonces había cambiado.

Entré por la puerta que dirige al salón y a las zonas comunes, respiré profundamente y sentí cómo si un enorme puño me golpeara en el pecho. Solté el aire, volví a inhalar…. No podía ni creérmelo, el olor de la madera de la cocina me transporto en 3 segundos 20 años atrás en mi historia… Y entonces allí estaba ella, cómo siempre, pelando patatas sentadita en su taburete inestable mientras miraba al piso.

Anadelia, nobsa, boyaca

Tenia los ojos cristalinos y temblaba mientras le quitaba la piel a cada una de las papas que tenía en la enorme olla debajo de su cabeza. Estará dura de oído porque llegamos y ni se percató del momento, me quedé unos segundos mirándola… Vestía igual, con su delantal y su sombrero, las dos trenzas que adornaban su cabeza ahora eran de un gris mezclado. Los colores, la imagen desde la ventana, el aire cargado y las paredes negras de la cocina. Todo olía a a Anadelia.

Anadelia era la única que me aguantaba en las visitas a la casa, cuando querían deshacerse de mi (yo, pequeña pesadilla) me mandaban con ella y con paciencia se encargaba de mantenerme ocupada cuanto más tiempo podía. Era la que nos gritaba desde el otro lado de la casa cuando nos caíamos jugando a las escondidas y era la compañía indiscutible e indispensable de la bisabuela. Anadelia siempre estuvo allí y allí seguía.

Entonces… Cómo una ráfaga, pasaron por mi cabeza las noches de lluvia, los asados en los pinos, los fines de año -algunos menos agradables que otros-, nuestros baños en la alberca gigante, la matanza de gallos, las reprimendas, las vacas del potrero de en frente, el queso doblecrema del vecino, las rodillas raspadas de deslizarme por la loma, las noches de camping, las fogatas, los asados…
Todo en mil imágenes por segundo….
Un par de lagrimas me cayeron por las mejillas.

Me senté y hablé con ella un rato y tuve la oportunidad de hacerle un par de fotos que guardaré cómo dos tesoros y que hoy compartí con ustedes.

Ella es la cara del olor a madera quemada.

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