El calor nos despertó de madrugada. Nos comimos el resto de nuestras galletas y, después de refrescarnos, tomamos la ruta 40 desde Susques, en dirección sur. No sabíamos ni cuántos kilómetros serían, ni cuánto tiempo nos tomaría; ni si podríamos terminarla o deberíamos dar la vuelta como el día anterior. No eran ni las nueve de la mañana cuando salimos y la ruta, entre tierra y sol, se presentaba hermosa.
Jesper conducía. Igualmente, el camino no nos permitía ir a más de cuarenta kilómetros por hora. Poco a poco fuimos avanzando… curva a curva… subidas… bajadas. La carretera se retorcía a su gusto. Las piedras limitaban la velocidad, pero nos permitían admirar el paisaje, el cual iría cambiando de una manera drástica cada ciertos kilómetros.
A medio camino, y pasadas unas dos horas, comenzamos a preocuparnos por el combustible. Apenas habíamos cargado medio tanque, debido al abusivo precio de Susques, y la aguja bajaba de una manera preocupante. Nos dimos cuenta de que si seguíamos avanzando ya no habría posibilidad de volver atrás. La gasolina no alcanzaría. Para ser sinceros, el camino, aunque lento, no era complicado. No habíamos estado en ningún lugar en el que el Stylo no pudiese pasar sin problemas, así que nos armamos de valor y decidimos seguir aceptando las consecuencias.
A poco más de medio camino cruzamos un pueblo, que bien podría haber sido parte del suelo. El color terracota de todos sus elementos -habitantes incluidos- era hermoso; como camaleones en la tierra. Fueron las únicas almas que vimos durante todo el camino -y no fueron muchas-. Todas ellas tenían esa cara de incredulidad al vernos pasar, como preguntándose: “¿qué mierda harán estos por aquí?”. Lo que no sabían era que nosotros nos preguntábamos lo mismo. ¿Cómo podía alguien vivir en un lugar tan inhóspito y desértico? Avanzamos un poco más y la montaña parecía caerse a pedazos… a enormes pedazos. Rocas gigantescas adornaban los alrededores del camino -lejos de él- como si alguien las hubiese puesto allí para alegrar el paisaje.
Cruzamos cañones, de ese color rojo particular que cubre la tierra de esta parte del mundo. Vimos ríos y mil y una llamas. A tres cuartos del camino la carretera se estrechó hasta asustar, y el barranco quedaba a nuestra mano derecha. El tanque de la gasolina estaba en su tercera marca. Seguimos avanzando con el sol sobre nosotros y, como de la nada, la pesadilla llegó: ríos y agujeros en la carretera del tamaño de una moto; desprendimientos que apenas dejaban espacio a las cuatro ruedas; agua y agua por todos lados…
He de admitir que nos asustamos, y que cada desnivel que lográbamos pasar con el coche intacto era como una pequeña victoria. Pero el camino se volvía peor y peor, como si no pudiese ser de otra manera. Revisamos el gps, no deberían quedar más de diez o quince kilómetros cuando eso sucedió y, sin tener otra opción, seguimos avanzando rogando por que solo se tratase de un mal tramo.
Llegó un momento en que el camino era invisible… era solo agua. Tuve que bajarme mil veces para comprobar si al cruzar habría salida. Estuvimos más de una hora en esas condiciones. En uno de los desniveles, después de intentar no quedarnos atascados. El parachoques del carro salió no del todo bien parado. Pero eso era lo de menos, la preocupación era la gasolina llegando a la reserva, y el no saber si las cosas se podrían aún peor.
Entre otra de las maravillas que cruzamos fue el Tren de las nubes… pero por debajo. Con su imponente estructura: un puente que conectaba las dos montañas que dejábamos a nuestros lados. Me bajé nuevamente para comprobar si el camino seguía o si comenzar a rezar era lo más aconsejable. A lo lejos conseguí ver un corsa rojo, unos metros por delante, haciendo lo mismo que nosotros. El co-piloto bajaba y guiaba el coche por lo que parecía el buen camino. Nos sacó una sonrisa de la cara ver que no estábamos solos, y otra más el pensar que probablemente serían unos gringos, pelotudos como nosotros.
¡Lo logramos! Pasada la enorme estructura metálica del tren la vía se volvía transitable. Un pequeño pueblo de dos casas adornaba las vías, y la carretera parecía subir y llegar a su fin. A la salida el corsa rojo estaba parado a la derecha del camino. Me acerqué para preguntar a cuántos kilómetros se encontraba la próxima estación de servicio. En efecto… eran gringos, y con una peculiar cara de asombro nos preguntaron de dónde veníamos. Resultó ser que allí donde los vimos, fue donde ellos decidieron dar la vuelta.
Hicimos ese tramo de la ruta 40 con nuestro Renault Stylo, después de casi cinco horas y mil sustos. La buena noticia es que la próxima estación estaba a menos de veinte kilómetros. Unos minutos después, y con el corazón en la mano, llegamos a San Antonio de los Cobres; entre orgullosos y asustados. Llevaríamos a nuestras espaldas una de las carreteras más hermosas por las que hemos andado.
Lección aprendida: la próxima vez alquilamos un 4×4…
3 Responses
Hola chicos viajamos el 1/5 /24 desde Susques a San Antonio de los Cobres por la 40. El tramo que corresponde a Jujuy un lujo, pero la parte de Salta un desastre, el camino se lo comió el río en partes y si fuera que teníamos una 4×4 no hubiéramos podido seguir,. Además los posos son de un metro en partes. Les recomiendo que no vayan por ahi
Hola Vanesa,
Gracias por venir por aquí a contarlo. La verdad es que cuando nosotros pasamos ya tuvimos que devolvernos en un tramo porque era imposible. Así que me imagino que la cosa se habrá complicado más aún,
Saludos!
Tu relato es buenísimo, q experiencia!!!! Me gustaría ver fotos del camino cuando era todo agua. Estoy en tilcara evaluando volver a salta por purmamarca susques S.A cobres, Cachi cafayate.
Gracias x tu fundamental aporte. Saludos gringos aventureros.