Pasamos por Otavalo de manera casi fugaz, nos habría gustado detenernos un poco en los pequeños pueblos cercanos pero los nervios me podían y volver a pisar el país que me vio nacer estaba tan cerca que no quería perdérmelo. Soy una atacada.
El bus de Quito a Otavalo nos costo menos de 5 dólares por ambos y allí, después de mucho buscar encontramos un pequeño hostal donde dormimos en una habitación por 14 dólares ambos. Fue justamente allí donde tuvimos el placer de conocer a Enrique, un ex-biólogo de 80 años que hablaba español y alemán (entre muchos otros) y que había viajado por el mundo de diversas maneras. Enrique nos invito a comer y visitamos su restaurante favorito en el pueblo, una modesta casa donde preparaban almuerzos durante la semana y donde todos ya le conocían.
Hablamos de mil cosas con Enrique, la conversación era curiosa, cuando hablábamos entre los 3 lo hacíamos en ingles, cuando se dirigía a Jesper lo hacía en un perfecto alemán y nuevamente conmigo recuperaba su acento ecuatoriano. Quizá no tuvimos tiempo para conocer los alrededores pero por fortuna el pudo explicarnos cada uno de los rincones sin omitir detalle. Enrique, a su avanzada edad había decidido volver a su tierra, que ya había sido mucho rodar. Que curioso, tenia que ser Enrique nuestro ultimo encuentro antes de llegar a la frontera.
Desde la estación de buses de Otavalo tomamos un bus por 2,5 dólares cada uno dirección Tulcán, no hay buses directos que crucen la frontera. Una vez en Tulcán hay que hacer el paso fronterizo a pie y en el lado colombiano tomar un colectivo por 1500 pesos cada uno que nos llevaría a Ipiales.
Si tenéis tiempo que matar en Tulcán es interesante hacerle una visita al cementerio, lo tienen impoluto con figuritas de todo tipo en los arbustos. Es un lugar de lo más curioso para ver. Nos dimos una buena caminata por el lugar, totalmente tranquilos.
El paso fronterizo no fue muy diferente al resto. Saque mi oxidado pasaporte colombiano de la maleta y me presente como ciudadana ante el control fronterizo. Era de noche y por suerte teníamos un contacto esperándonos al otro lado de la ciudad. Nada mas llegar hicimos una llamada y William vino a buscarnos a la estación de bus con una sonrisa en la cara, fuimos a comer pollo a la broaster con aji y miel! y aquella noche descansamos como niños.
¿Cuanto tiempo había pasado desde la ultima vez que no ponía un pie dentro de estas fronteras? ¿Cuantos reencuentros, cuantos recuerdos?
Todo era una incertidumbre por saber que pasaría durante lo que nos quedaba de viaje. Jesper tenia casi más curiosidad que yo al preguntarse a si mismo que pintaba el en una situación como esta y supongo, que aunque nunca lo mencionara, le daba más importancia de la que realmente tenía para mi.
Con William conocimos Ipiales, visitamos el santuario de las Lajas, nos dimos una vuelta nuevamente por Tulcán y su cementerio de figuras de pino esculpidas a base de tijeras (muchas, muchas de ellas!) y descansamos una noche mas antes de continuar con nuestra escalada.
13 años no son tantos me dije a mi misma esa noche mientras intentaba dormir, pero la realidad es que es la mitad de mi vida.
Un comentario
Me gusto. Entretenida lectura